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¿Cómo clasificar animales? Los investigadores de LaPSoS D. Sanhueza y Á. Jiménez hablan sobre el nuevo DSM-5

¿Cómo clasificar animales? Los investigadores de LaPSoS D. Sanhueza y Á. Jiménez hablan sobre el nuevo DSM-5

Publicado por buendia, mayo 21, 2013

¿Cómo clasificar animales? A propósito del nuevo manual de clasificación de los trastornos mentales (DSM-5)

Danilo Sanhueza
Psicólogo, docente Universidad de Chile, investigador del Laboratorio Transdisciplinar en Prácticas Sociales y Subjetividad (LaPSoS).

Álvaro Jiménez Molina
Psicólogo, doctorante en Sociología (Universidad de París 5), investigador del Laboratorio Transdisciplinar en Prácticas Sociales y Subjetividad (LaPSoS).

¿Usted sabe cómo clasificar animales? Si no lo tiene claro, la lectura de Jorge Luis Borges puede ayudarlo: “los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”. Le volvemos a hacer la pregunta: ¿ahora usted sabe cómo clasificar animales? Si aún no lo tiene muy claro porque considera que esta clasificación es poco rigurosa, entonces puede consultar la quinta versión del famoso “Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales” (DSM-5) de la American Psychiatric Association (APA).

En la corta y accidentada historia de la psiquiatría moderna, han existido numerosos intentos de construir sistemas clasificatorios precisos que permitan distinguir con claridad qué tipo de trastorno tiene un determinado paciente. Este ejercicio clasificatorio, al igual que la lista de Borges, ha estado plagado de dificultades. El DSM es el sistema de clasificación hegemónico en la práctica psiquiátrica contemporánea. Desde 1980, regula la práctica clínica en Estados Unidos y en buena parte del mundo, sirviendo de referencia a las políticas de salud y a los protocolos de investigación clínica y epidemiológica. En otras palabras, el DSM es la Biblia de los profesionales “psi”.

Discutir sobre el proceso de construcción del DSM no deja de ser relevante, comenzando porque el tipo de diagnóstico que elaboran los psiquiatras determina los alcances de los tratamientos propuestos, pero por sobre todo porque contribuye a fijar –ni más ni menos- la barrera entre lo “normal” y lo “patológico”.

El 18 de Mayo recién pasado fue presentada la quinta versión de este manual, cuya redacción ha estado marcada por fuertes polémicas. Como todas las versiones anteriores, el objetivo del DSM-5 es mejorar la sensibilidad y especificidad de los criterios de clasificación en el diagnóstico clínico de los trastornos mentales, junto con proveer a los profesionales e investigadores en salud mental de un lenguaje común. A dicha tarea se suma en esta edición la intención de resolver uno de los problemas centrales que enfrenta el DSM: la proliferación ad infinitum de categorías para el uso diagnóstico, buscando una mayor economía de la descripción clínica. Sin embargo, el centro de las polémicas lo constituye una cuestión fundamental: el cambio en la lógica de clasificación del manual, desde una mirada “categorial” a una “dimensional”.

¿Qué significa esto? Históricamente, el DSM se había basado en la existencia de clases (o categorías) distinguibles entre sí. Dicho de manera simple, se supone que cada enfermedad es una especie distinta de las otras. Sin embargo, es bastante frecuente que los pacientes presenten síntomas que corresponden a más de un diagnóstico al momento de la evaluación clínica, o bien que en distintos momentos de sus vidas puedan presentar síntomas de cuadros diferentes. En medicina este problema se conoce con el nombre de “comorbilidad”, una noción que en psiquiatría plantea una serie de dificultades. Si un paciente puede ir presentando síntomas o síndromes en distintos momentos o simultáneamente, entonces el sistema de clasificación en su conjunto pierde coherencia y operatividad para orientar la práctica clínica. Pero además, en psiquiatría la enfermedad mental se confunde con la subjetividad misma del paciente. En este contexto, ¿qué sentido tiene la noción de comorbilidad?

El gran defecto de la perspectiva “categorial” que caracteriza especialmente a las dos últimas versiones del DSM, es que por el tipo de descripción que realiza permite que con mucha frecuencia se superpongan diagnósticos distintos. Este problema parece indicar que en estricto rigor el DSM incluye “clases” más que “categorías”. En un sentido epistemológico, la noción de “categoría” corresponde a un sistema de clasificación que responde a una forma específica de relación entre las entidades concernidas, mientras que la noción de “clase” remite a la sumatoria simple de entidades que pueden superponerse entre sí.

Una buena parte de la comorbilidad observada en los diagnósticos construidos desde el DSM se debe a que este manual propone que la evaluación clínica debe realizarse en ejes diagnósticos separados. De hecho, existe una gran comorbilidad entre los trastornos del Eje I y II, e incluso al interior del Eje II. No es raro que un paciente presente un trastorno del Eje I (por ejemplo, Trastorno Bipolar II) conjugado con uno más trastornos del Eje II (por ejemplo, trastorno de personalidad límite en combinación con rasgos del trastorno histriónico de la personalidad). El colmo de lo absurdo es la categoría n° 301.9 del Eje II en el DSM-IV, denominada “Trastorno no especificado de personalidad”, la cual se encuentra dentro de las más utilizadas por los clínicos y que en sí misma no se distingue en nada de la categoría “(l) etcétera” de la clasificación de Borges. Todo ello plantea problemas no sólo para la decisión clínica, sino que pone en cuestión los fundamentos mismos de las clasificaciones propuestas por el DSM.

En este contexto de crisis de las clasificaciones psiquiátricas, hoy asistimos a uno de los mayores cambios en la comprensión de las cuestiones en salud mental: la creencia de que finalmente todo remite a desórdenes cerebrales. La última generación de investigación en genética y neurociencias ha demostrado que no existe evidencia suficiente que respalde una división estricta de los trastornos mentales en categorías como la que sostiene el DSM. De este modo, en los últimos años ha ido ganando fuerza la visión dimensional, que en lugar de proponer clases diagnósticas como si fueran compartimentos estancos, plantea la existencia de continuidad entre los desórdenes mentales. Así, para la construcción de sistemas diagnósticos algunos recomiendan apoyarse sobre un modelo de la personalidad normal (por ejemplo, el famoso modelo de los “Big Five”), bajo el supuesto de que entre el psiquismo de un enfermo mental y una persona sana no habría sino diferencias de grado de ciertos rasgos psicológicos que han devenido muy rígidos o discapacitantes; mientras que otros insisten sobre la importancia de apoyarse sobre un modelo fundado en la especificidad de la patología mental.

En el contexto de este debate, la APA creó el año 2007 un comité para la revisión y redacción de una nueva edición del DSM. Cada vez que esto ocurre se comisiona un grupo de expertos denominado “task force” (término originalmente de uso militar y que significa literalmente “fuerza de tarea”), que en esta ocasión fue presidido por el psiquiatra David Kupfer de la Universidad de Pittsburg. Esta comisión asumió la ardua tarea de llevar el diagnóstico clínico hacia una lógica dimensional. Seis años después del origen de esta cruzada al interior del campo psiquiátrico, ¿cuál es el resultado?… ¡Enhorabuena! En el DSM-5 el problema del solapamiento entre Ejes ha sido aparentemente resuelto ¿Y cómo? Simplemente abandonando el sistema multiaxial, fusionando los Ejes I, II y III, pero manteniendo casi inalteradas las categorías de los trastornos de personalidad… Para sorpresa de todos, la mayor parte de los trastornos mantendrá la misma lógica de la versión anterior. Así, se volvió de conocimiento público el fracaso que ya había sido admitido por los mismos miembros de la task force: el cambio de una lógica categorial a una dimensional no sería viable por el momento, y lo único posible sería entregar una versión de transición que combina modelo categorial y (semi)dimensional. Sin embargo, solo en un par de enfermedades se propuso un modelo de continuo. Por ejemplo, se reemplazan tres diagnósticos de autismo (“Autismo”, “Asperger” y “Trastorno permanente del desarrollo”) por el diagnóstico de “Trastorno del Espectro Autista”.

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Fuente: D. Adam (2013) “On the spectrum”. Nature, 496: 416-418.

La discusión categorial v/s dimensional no implica simplemente convertir un tipo de pensamiento binario a través de la introducción de variaciones de grado; se trata de un cambio de paradigma que modifica el fundamento clínico y el modelo de validación teórica. Dicho de otro modo, al reducir el conjunto de la patología mental a ciertos rasgos excesivos de la personalidad, es el objeto mismo de la clasificación el que cambia.

Hace pocas semanas, el National Institue of Mental Health (NIMH), una de las instituciones de investigación en Salud Mental más importantes de Estados Unidos (y por lo tanto, del mundo) y quien además fuera parte integrante de la redacción del DSM-5, se “descolgó” del proyecto y del camino adoptado por la APA. ¿Por qué? Dicha institución había desembolsado varios millones de dólares para financiar investigación basada en… ¡dimensiones y no en categorías! A través de su proyecto “Research Domain Criteria”, el NIMH busca transformar el diagnóstico clínico incorporando los niveles genético y cerebral para fundar un nuevo sistema de clasificación. En palabras del director del NIMH, Thomas Insel: “Una vez más, el manual basa su diagnóstico en los síntomas, y estos rara vez son la mejor indicación para elegir el tratamiento más adecuado. Por ejemplo, las alergias y la gripe comparten muchos síntomas, pero ningún médico intentaría tratar la gripe con antihistamínicos. Los pacientes merecen algo mejor”. Desde el punto de vista del NIMH, los trastornos mentales serían trastornos biológicos que involucran circuitos cerebrales y combinaciones genéticas específicas, es decir, no serían otra cosa que la desregulación de procesos normales.

De este recorrido surge el principal proyecto alternativo al DSM: la construcción de una nueva arquitectura clasificatoria basada no solo en síntomas, sino en “biomarcadores” (por ejemplo, un patrón de actividad neuronal en una determinada zona cerebral, niveles de moléculas específicas en la sangre o una secuencia genética determinada que darían cuenta de “endofenotipos” particulares). ¿Qué transformaciones supone este proyecto? Hasta el día de hoy los trastornos psiquiátricos se diagnostican en función de la identificación y descripción de signos, síntomas y cursos de una enfermedad a partir de observaciones fenomenológicas, es decir, en función de un criterio subjetivo (malestar) y/o comportamental (disfunción) determinado clínicamente. Precisamente, lo que se le critica al DSM desde las neurociencias es ser ante todo un manual basado en consensos de expertos y en criterios estadísticos en torno a grupos de síntomas clínicos, y no en la “verdadera” investigación de laboratorio.

Hoy en día los screening genéticos y las neuroimágenes prometen revolucionar las bases del diagnóstico y tratamiento médico, ofreciendo descripciones cerebrales, genéticas o patofisiológicas de los trastornos mentales. El supuesto es que algunos factores de riesgo genéticos (determinados por biomarcadores) se encuentran asociados a los trastornos mentales. En otras palabras, la clínica no es otra cosa que un espejo que refleja lo que ocurre a nivel genético. Sin embargo, esta afirmación es aun pura especulación y está muy lejos de ser útil para aplicaciones clínicas.

Ahora bien, independientemente de la opción categorial/dimensional, hay problemas intrínsecos a la lógica clasificatoria actual en psiquiatría. El supuesto carácter ateórico e incluso anticonceptual del DSM lo han llevado a constituirse más que en un discurso sobre la enfermedad mental pleno de sentido, en un software que codifica información. Esta aproximación descriptiva, nominalista y pretendidamente a-teórica el DSM ha excluido la posibilidad de construir supuestos e hipótesis etiopatológicas, hecho que no es más que el testimonio de un sinsentido epistemológico: rechazando pronunciarse sobre la realidad y naturaleza de las fronteras de los trastornos mentales, el DSM pasa por alto la fundamentación misma de los límites de las categorías diagnósticas, fijando así sus supuestos y distinciones con una rigidez dogmática y escolástica. De este modo, se ha perdido el poder heurístico de los clásicos de la psiquiatría. En los textos de Jaspers, Kretschmer, Ey o Minkowski, la riqueza y espesor de las descripciones clínicas hablan de una capacidad de observación y pensamiento que hoy se reduce al puro chequeo en listados de síntomas, como quien revisa su lista de compras mientras echa mercaderías en el carro del supermercado. Este poder heurístico es reemplazado entonces por un poder de tipo logístico, en donde los problemas del DSM serían sólo un síntoma de un problema más general y que concierne a la psiquiatría como conjunto.

Desde nuestro punto de vista, tampoco se trata de una opción conservadora por la tradición psiquiátrica de los clásicos, puesto que ello no está ajeno de pasajes moralizantes o derechamente racistas. De hecho, el llamado a rescatar la herencia de la finesa clínica de los antiguos maestros a menudo impide la innovación reflexiva y a veces no es más que un intento encubierto por reforzar la autoridad médica del psiquiatra en el campo contemporáneo de la “salud mental” que hace bastante tiempo que desborda el campo reducido de la psiquiatría.

Más allá de estas discusiones, la pregunta básica que tenemos que hacer hoy versa sobre las razones del fracaso del proyecto de cambiar el tipo de clasificación predominante en psiquiatría. ¿Qué intereses y problemas se encuentran detrás de las polémicas actuales sobre el DSM? ¿Cómo afectarán estas cuestiones la práctica clínica de psiquiatras y psicólogos alrededor de todo el mundo?

Existen diversas razones que pueden explicar este fracaso. Como los mismos miembros de la APA indican, resultó muy difícil cambiar de un momento a otro la evaluación clínica desde el chequeo de listados de síntomas concretos, a la evaluación graduada de factores de riesgo de tipo dimensional. Por un lado, se argumentó que actualmente la investigación no se ha desarrollado lo suficiente en términos dimensionales, lo que impediría construir indicadores suficientemente consistentes; por otro lado, se sostuvo que hoy sería prematuro introducir un criterio dimensional, porque afectaría el trabajo cotidiano de los clínicos.

Algunos aspectos sociales, éticos… y políticos

Es posible que los argumentos esgrimidos por la APA no estén tan equivocados. Sin embargo, entendemos que no se trata sólo de un problema estrictamente “científico”. Por el contrario, esto nos hace dirigir la atención hacia los intereses involucrados en la investigación basada en categorías, la cual ha sido desarrollada a pesar de fracasar una y otra vez en sus intentos por demostrar la validez de sus clasificaciones. Aproximadamente desde su tercera versión (es decir, cuando se plantea el supuesto carácter “ateórico” del DSM), la industria farmacológica ha estado estrechamente vinculada al financiamiento de la investigación en salud mental. Existen evidencias escandalosas de este problema: un 56% de los redactores del DSM-IV tenía vínculos económicos con las farmacéuticas, y en el caso de enfermedades asociadas al uso masivo de medicamentos, como el de las enfermedades del ánimo (depresión, bipolaridad) o la esquizofrenia, el 100% de dichos comités estaba integrado por médicos con lazos financieros con los laboratorios farmacéuticos. Los conflictos de interés se mantuvieron entre los miembros del comité redactor del DSM 5, a pesar de la transparencia que asumió la task force en esta versión como criterio rector de su funcionamiento.

Por otra parte, no habría que descartar el papel que pueden haber jugado las aseguradoras médicas. El DSM mismo nace en parte por una necesidad de gestionar administrativa y económicamente la salud mental de una población. Frente a un escenario mundial en el que los servicios de salud se han privatizado progresivamente, resulta riesgoso para las inversiones de las compañías de seguros la transformación de todo el lenguaje y la lógica con la que se decide si una persona está enferma y qué tipo de enfermedad la aqueja. Dicho de otro modo, en el contexto del sistema de salud norteamericano, uno de los sistemas más privatizados del mundo y orientado principalmente por la optimización de costos y ganancias en el juego del mercado, el DSM parece haber sido blindado por el respaldo político y económico proveído por la industria farmacéutica y los seguros de salud. Ello resulta coherente si consideramos que los trastornos mentales han sido históricamente los principales sospechosos para los seguros de salud puesto que su diagnóstico se basa en buena parte en un sufrimiento autodeclarado, y si agregamos además que una perspectiva dimensional hace más compleja la gestión administrativa de un trastorno al volver difusas las barreras entre clases.

Sin embargo, a pesar que el modelo categorial ha mostrado ser clínicamente inadecuado y encontrarse respaldado actualmente por intereses creados, ello no nos puede llevar a defender ciegamente el modelo dimensional alternativo. Este modelo posee también una serie de problemas. El principal de ellos tiene que ver con los posibles problemas que puede acarrear la continuidad entre “patología” y “normalidad”. El problema consiste en establecer una unidad de medida para la normalidad. Uno puede preguntarse si el nuevo enfoque cambia en algo de la epistemología anterior en este punto. La dificultad para establecer dichos límites fácilmente puede llevar a la medicalización y patologización de problemas y experiencias de la vida cotidiana. El ejemplo más claro es lo que ocurrirá con el duelo a partir de DSM-5. A partir de ahora, si usted se siente muy triste por el hecho de haber perdido a un ser querido corre el riesgo de ser diagnosticado como una persona con depresión. Esto tiene consecuencias epidemiológicas y, por lo tanto, de salud pública: se traducirá en mayores tasas de trastornos mentales. ¿Por qué? Porque los umbrales de distinción son cada vez más bajos. Ello puede crear “falsos positivos” y una falsa epidemia que suscite una sobre-medicación. Eso sin duda es una buena noticia para la industria farmacéutica… pero una mala noticia para el bolsillo de las personas.

No nos cabe duda que el DSM es un síntoma de un conjunto de problemas que no se restringen al campo de la psicopatología. En primer lugar, en el plano de la práctica clínica. El uso mecánico y completamente hegemónico que se otorga al DSM invisibiliza la carencia de fundamentos empíricos y conceptuales de muchos psiquiatras y psicólogos. En la premura cotidiana de atender más pacientes en menos tiempo, psiquiatras y psicólogos terminan asumiendo con carácter de verdad este ordenamiento práctico que en realidad no es más que un intento de contar con un lenguaje común en salud mental.

En segundo lugar, en el plano de la salud pública. Los actuales sistemas de clasificación tienen un enfoque de corte transversal que dificulta el desarrollo de una perspectiva longitudinal basada en un enfoque de ciclo y trayectoria de vida en el estudio de la salud y la enfermedad. En este sentido, la estructura de los sistemas de clasificación actuales resulta insuficiente para proporcionar un apoyo al desarrollo de enfoques preventivos, los cuales son precisamente hoy en día una prioridad en salud pública.

En tercer lugar, en el plano ético y social. En el uso de cualquier sistema de clasificación en salud mental es imprescindible considerar el efecto de “etiquetamiento” y de “bucle clasificatorio”: las clasificaciones, desde el momento en que son conocidas por las personas y aquellos que los rodean (incluidas las instituciones que los hacen funcionar), transforman las maneras en las cuales los individuos tienen una experiencia de sí mismos (cómo se perciben) y sus comportamientos, pudiendo llegar a producir un proceso de estigmatización. Esto puede llegar a ser aun más problemático a partir del uso de biomarcadores. En efecto, ellos pueden ser usados para predecir o evaluar un “perfil de riesgo”, es decir, el desarrollo potencial no solo de trastornos psiquiátricos, sino también de comportamientos, rasgos de personalidad, capacidades cognitivas o emocionales. Esto cobra particular relevancia en la psiquiatría de niños y adolescentes. Por ejemplo, a partir de un perfil genético detallado, en el futuro próximo usted podrá saber si su hijo tiene un riesgo de desarrollar un comportamiento antisocial o si derechamente es un potencial delincuente. Dicho de otro modo, con el fin de mejorar la precisión del diagnóstico, el establecimiento de estrategias preventivas y de intervenciones tempranas, el uso de biomarcadores podría predecir la presencia de un trastorno que no es aun clínicamente evidente, pero al precio de afectar el desarrollo de la identidad personal y trayectoria de vida de los niños, la relación con sus padres y las actitudes frente a los otros.

Por otro lado, es importante hacer notar que las definiciones de las categorías diagnósticas y las formas de razonamiento psiquiátrico son particularmente relevadores de las transformaciones históricas de las sociedades e individuos. Es indesmentible que el DSM ha contribuido a modificar el modo en que los individuos se representan a sí mismos su enfermedad o su malestar, o los lenguajes del sufrimiento que utilizan, tal como lo hizo el psicoanálisis hace ya un siglo. Asimismo, ciertas patologías no aparecen sino en ciertas épocas y en ciertos lugares por razones ligadas a la cultura, puesto que las discusiones psicopatológicas no están exentas de los cambios normativos. De hecho, llama particularmente la atención la importancia dada en esta edición a la cuestión de la autoagresión. Esto se refleja no sólo en las inclusión de nuevas categorías (la autolesión no suicida o “Non-Suicidal Self Injury” y el trastorno de comportamiento suicida o “Suicidal Behavior Disorder”), sino en la introducción de niveles de medición clínica para el riesgo de suicidio. Creemos que esto es reflejo de una particular preocupación por la suicidabilidad en las sociedades contemporáneas, fenómeno que es especialmente alarmante en Chile.

En suma, existen distintas razones para adoptar una posición crítica respecto al DSM, pero también frente a las principales posiciones que comienzan a erigirse como alternativa (la psiquiatría molecular y el uso de biomarcadores). Sin dejar de reconocer que el DSM re-dinamizó la investigación clínica en salud mental no sólo Estados Unidos, entendemos que el proyecto que este manual representa ha llegado a un punto definitivo de estancamiento.

Para nosotros hay un problema esencial que es de lógica. Un trastorno mental es multifactorial en etiología y heterogéneo en manifestaciones. Un trastorno mental no es solo un fenómeno biológico, es también un hecho social, es decir, un hecho de relación. Dicho de otro modo, una enfermedad mental no es un “conjunto” sino un “todo”. Al poseer una aproximación en términos de unidades discretas, el DSM (en todas sus versiones) responde a una lógica de subconjuntos donde los elementos se pueden definir independientemente del conjunto al cual pertenecen. Pero si pensamos que una enfermedad mental no es un conjunto sino un todo, en la medida en que se confunde con la subjetividad misma de las personas en tanto hecho relacional, entonces los elementos no pueden ser definidos fuera de ese todo del cual ellos son parte. La aparición del DSM-5 nos ofrece la oportunidad de revivir discusiones fundamentales en torno de la teoría de la práctica diagnóstica, y reconocer que existen distintas maneras de clasificar animales.

Un poco de historia…

Los factores que explican la aparición de la primera versión del DSM (1952) fueron varios y de distinto orden. Desde el mismo ejercicio profesional de la psiquiatría comenzó a hacerse patente la necesidad de contar con un lenguaje común aceptado por los psiquiatras en los servicios de salud pública. En la época, en la práctica clínica coexistían varias perspectivas sobre la enfermedad mental, influenciadas fuertemente por la psiquiatría europea de corte fenomenológico y psicoanalítico, cada una de las cuales daba lugar a diferentes clasificaciones. Esto era problemático en la medida que dificultaba la comprensión entre psiquiatras que adscribían a posturas teóricas disímiles, ya que no sólo se trata de distintas explicaciones sobre la enfermedad, se trata en lo concreto de distintos nombres para ella. Por otra parte, por esos años el gobierno de los Estados Unidos debió hacer frente a las catástrofes subjetivas padecidas por los veteranos de guerra, que después de la experiencia devastadora de la Segunda Guerra Mundial amenazaron con hacer colapsar los sistemas públicos de salud aquejados de numerosos padecimientos. A ello hay que sumar la creciente necesidad por parte de los Estados de contar con datos confiables en salud mental para una administración eficiente del gasto público. Todos estos factores derivaron en la publicación de un manual cuya finalidad inmediata fue la unificación de criterios entre los profesionales clínicos e investigadores en salud mental, pero cuyo horizonte no se puede separar de necesidades administrativas y, por cierto, económicas.La primera y segunda versión del DSM (1968) estuvieron marcadas por una versión “psiquiatrizada” de las ideas psicoanalíticas de Sigmund Freud. La visión de Freud sobre la enfermedad mental, bastante más sutil y compleja que el ordenamiento que cualquier manual diagnóstico pueda ofrecer, fue incorporada en estas primeras ediciones a través de categorías ampliamente usadas por los psicoanalistas: neurosis, angustia, histeria, etc. Entre las dos primeras ediciones no hay diferencias sustantivas: en la segunda edición fueron incluidas una mayor cantidad de trastornos y se produjeron algunos cambios en la descripción de otros.Entre el DSM-II y el DSM-III (1980) se produjeron algunos cambios sustanciales, propiciados por dos factores: un factor interno (pacientes con idénticos síntomas recibían diagnósticos diferentes) y otro externo (la polémica en torno al uso patológico de categorías como la homosexualidad). Sí, aunque usted no lo crea, para la psiquiatría norteamericana (y no sólo para los académicos de algunas de las pechoñas universidades de la cota mil chilena) la homosexualidad era una enfermedad mental hasta bien entrado el siglo XX. Así, comienza a ganar fuerza al interior de la APA el enfoque pragmático, que abandona la referencia a “estados existenciales” (como la neurosis) para ocuparse de enfermedades mentales precisas que se distinguen claramente del estado normal. La “task force” de dicha versión, presidida por Robert Spitzer, terminó optando por dejar en el manual como criterios diagnósticos sólo aquellos elementos clínicos directamente observables y sobre los cuales existía un consenso amplio y claro. De este modo, en el DSM-III se termina suprimiendo el valor diagnóstico de cualquier hipótesis etiológica o patogénica, con lo cual se arriba al (supuesto) carácter ateórico de las ediciones recientes. Inspirados en el psiquiatra alemán Emil Kraepelin, los redactores del DSM-III consideraron que era necesario desligar la semiología del problema etiológico para elaborar criterios diagnósticos estandarizados que describen síndromes. De este modo, a partir del DSM-III la psiquiatría comienza a establecer diagnósticos bajo la forma de síndromes: de modo similar a la medicina, la psiquiatría realiza el diagnóstico cuando detecta la presencia de varios signos juntos (sin llegar a coincidir necesariamente con la descripción de manera exhaustiva). Esto es lo esencial del enfoque “categorial” del DSM.

Junto con introducir una clasificación criteriológica basada en descripciones de síntomas, la tercera versión presenta una innovación respecto de la forma en que debe realizarse la evaluación clínica: el “criterio multiaxial”. Es decir, el diagnóstico se emite por la combinación de varios ejes de observación, intentando no responder a ninguna teoría psicopatológica particular. El eje I describe un conjunto de síndromes clínicos (psicosis, depresión, trastornos ansiosos, etc.), mientras que el Eje II está consagrado a los trastornos de personalidad y al retardo mental. Si bien ambos son los ejes centrales de la evaluación clínica, el Eje I es el dominante del diagnóstico médico. A diferencia de los trastornos del Eje I, en su mayor parte los trastornos del Eje II debutan en la infancia y en la adolescencia y presentan una forma estable o “crónica” (sin periodo de remisión o exacerbación) durante la vida adulta. Por su parte, el Eje III apunta a los trastornos o afecciones somáticas susceptibles de tener una importancia para la comprensión o el tratamiento del sujeto, el Eje IV evalúa la severidad de los factores de estrés psicosocial y finalmente el Eje V comprende una escala destinada a evaluar el nivel de adaptación y de funcionamiento del individuo.

En paralelo, y conforme la reflexión sobre el origen (etiología) y la evolución de las enfermedades en el tiempo (curso) iba perdiendo importancia en la construcción de las clasificaciones usadas por el DSM, la investigación inspirada en los tratamientos farmacológicos se convirtió en un criterio cada vez más importante a la hora de determinar qué conjunto de síntomas constituye una enfermedad.

La versión revisada del DSM-III (DSM III-R, editada en 1987), que incluía 292 categorías distintas, fue un éxito desde el punto de vista comercial, con más de un millón de copias vendidas. El DSM-IV (1994) y su versión revisada (DSM IV-TR, del año 2000) ampliaron aún más el número de categorías llegando a más de cuatrocientos tipos de trastornos mentales. ¿Una locura, no? En el DSM-5 (2013) se abandona el sistema multiaxial fusionando los Ejes I, II y III, mientras que los Ejes IV y V se reemplazan por un sistema que invita a considerar los factores contextuales y diferentes discapacidades. Por otro lado, un hecho que deberá demostrar que no es meramente anecdótico es que el abandono de la numeración latina por la arábica tiene que ver con la posibilidad de revisiones intermedias recurrentes (al mayor estilo web: DSM 5.1, 5.2, 5.3, etc.).

Actualmente las propuestas concretas de clasificaciones alternativas son escasas. De hecho, el sistema CIE de la OMS (utilizado en el sistema público de salud en Chile) comparte un 90% de sus contenidos con el DSM, mientras que la “Clasificación francesa de los trastornos mentales del niño y el adolescente” o el sistema OPD (Operationalized Psychodynamic Diagnostic) de los alemanes son sistemas marginales.

¿Y el futuro? Si la primera y segunda edición del DSM estuvieron inspiradas por Freud y el psicoanálisis (los trastornos mentales como el producto de conflictos entre las instancias psíquicas), mientras que la tercera, cuarta… y también quinta edición por Kraepelin (los síndromes son claramente diferenciables y tienen causas únicas)… ¿cuál es el nuevo horizonte? Adiós Freud, chao Kraepelin… bienvenidas la genética y las neurociencias. En busca de una nueva forma de legitimidad, la psiquiatría ha acudido a la medicina basada en evidencias como un modo de establecer certezas basadas en criterios científicos. El objetivo es que cada categoría diagnostica de cuenta de trastornos claros y distintos, con un curso clínico definido, estructura genética identificada, imagen neuroanatómica y funcional, patofisiología, pero además respuesta diferencial al tratamiento farmacológico y psicoterapéutico. Así, el modelo a seguir es la reciente investigación biomédica en torno al cáncer. El problema es que este énfasis puede transformarse en un nuevo cáncer cuya metástasis nos haga perder la riqueza que entrega la experiencia al interior del espacio clínico mismo.

¿Quieres saber más sobre esta discusión? Entonces te recomendamos:

Adam D. (2013) “On the spectrum”. Nature, 496: 416-418.
American Psychiatric Association [APA] (2013) DSM-5: The Future of Psychiatric Diagnosis [www.dsm5.org]
Berríos G. (2008) Historia de los síntomas de los trastornos mentales. México DF: FCE.
Boksa P. (2013) “A way forward for research on biomarkers for psychiatric disorders”. Journal of Psychiatry and Neuroscience, 38 (2): 75-77.
Cosgrove L., Krimsky S. (2012) “A Comparison of DSM-IV and DSM-5 Panel Members’ Financial Associations with Industry: A Pernicious Problem Persists”. PLoS Med 9(3): e1001190. [http://www.plosmedicine.org/article/info%3Adoi%2F10.1371%2Fjournal.pmed.1001190]
Cosgrove L. et al., (2006) “Financial Ties between DSM-IV Panel Members and the Pharmaceutical Industry”. Psychotherapy and Psychosomatics 75 (2006): 154 – 60. [http://www.tufts.edu/~skrimsky/PDF/DSM%20COI.PDF]
Cross-Disorder Group of the Psychiatric Genomics Consortium (2013) “Identification of risk loci with shared effects on five major psychiatric disorders: a genome-wide analysis”. Lancet, [http://dx.doi.org/10.1016/S0140-6736(12)62129-1]
Demazeux S. (2013) Qu’est-ce que le DSM? Genèse et transformations de la bible américaine de la psychiatrie. Paris: Ithaque.
Ehrenberg A. et Lovell A. [dir.] (2001) La maladie mentale en mutation: psychiatrie et société. Paris: Odile Jacob.
Kupfer D. & Regier D. (2011) “Neuroscience, clinical evidence, and the future of psychiatric classification in DSM-5”. American Journal of Psychiatry, 168 (7): 672-674.
National Institute of Mental Health [NIMH] (2013) “Transforming Diagnosis”. [www.nimh.nih.gov/about/director/2013/transforming-diagnosis.shtml]
Sanhueza D. (2008) Elementos para una arqueología de los trastornos de personalidad. Tesis, Universidad de Chile.
Singh I. & Rose N. (2009) “Biomarkers in psychiatry”. Nature, 460: 202-207.