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Hacia otra historia de nosotros mismos, un artículo de Pierre-Henri Castel, quien será expositor del Coloquio Cuerpo 2014

Hacia otra historia de nosotros mismos, un artículo de Pierre-Henri Castel, quien será expositor del Coloquio Cuerpo 2014

Publicado por Nicolas Lopez Garrido, octubre 21, 2014

El Coloquio Cuerpo, el cual se realizará los días 24 y 25 de Octubre en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, tendrá varios invitados internacionales, dentro de los cuales se halla Pierre-Henri Castel, destacado psicoanalista de la universidad de París 5, quien en este artículo nos presenta una reflexión acerca del Trastorno Obsesivo Compulsivo

Hacia otra historia de nosotros mismos, a la sombra de las obsesiones-compulsiones

Pierre-Henri Castel
Universidad de París 5 René Descartes
http://pierrehenri.castel.free.fr
pierre-henri.castel@parisdescartes.fr

[Traducción de Claudio Maino y Álvaro Jiménez Molina del artículo “Vers une autre histoire de nous-mêmes, à l’ombre des obsessions-compulsions”, originalmente publicado en inglés en la revista Philosophy, Psychology, Psychiatry]

Antes de entrar en materia y de explicar por qué, entre todas las afecciones del espíritu/mente , los trastornos obsesivos-compulsivos (TOC) ocupan un lugar aparte, partiré por un dilema bastante conocido por los historiadores (pero también por los filósofos y sociólogos) que se interesan en las enfermedades mentales. Según una primera aproximación, una enfermedad mental =X es considerada como enfermedad bona fide o “real” -si y sólo si- ella está fundada en una perturbación cerebral. Su forma neurobiológica es entonces considerada como invariante, sea cual sea el barniz cultural que le dé un color diferente según los contextos históricos y locales. Pero como este barniz no tiene, propiamente hablando, consistencia racional, lo que quiere decir -entre otras cosas- que dado que toda cultura es incapaz de proporcionar una razón objetiva que conecte tal síntoma a tal tratamiento (las instituciones de salud, en tanto que realidades sociales, son arbitrarias), no se podría más que volver sobre los progresos de la ciencia médica para evaluar el valor de dichos tratamientos. Recientemente, la interpretación de lo que es “real” en una enfermedad mental se ha enriquecido de una referencia al darwinismo: la estabilidad epistemológica de las grandes afecciones mentales estaría ligada a la conservación de ciertos rasgos genéticos útiles a la especie, que no devienen patológicos en el individuo más que en ciertas circunstancias. De acuerdo a una segunda aproximación, diametralmente opuesta, las enfermedades pretendidamente “mentales” son en “lo esencial” (en su contenido y forma) construcciones sociales. Esto se evidenciaría observando cómo son fabricadas las categorías nosográficas, en qué contexto político y socioeconómico se ha recurrido a estas etiquetas, poniendo de relieve los motivos a través de los cuales los mismos enfermos vienen a adoptar estas categorías, a reconocerse en ellas y a funcionar socialmente, “verificando”, por así decir, su objetividad.

Existen, por supuesto, una serie de posiciones intermedias, más razonablemente constructivistas, o bien naturalistas, que no son reduccionistas. No obstante, no hay muchos autores que rechacen decididamente este dilema. Esto es impresionante considerando que tanto una opción como la otra se fundan sobre el rechazo a examinar la constitución sociohistórica positiva de su objeto en tanto que realidad relevante del espíritu. En la perspectiva naturalista, la historia sirve para mostrar que la patología mental =X ha existido siempre, de manera idéntica tanto en la antigüedad como en nuestros días, puesto que en realidad se trata de una patología cerebral y las diferencias de presentación que se observan son puramente superficiales. Los trastornos psiquiátricos serían como las enfermedades infecciosas: aunque ciertos síntomas puedan variar en función del ambiente, la bacteria sigue siendo la misma. En la perspectiva constructivista, la idea de un proceso sociohistórico (más aún si se trata de un largo proceso) que limite fuertemente las mutaciones de una enfermedad mental =X y las evoluciones paralelas de su tratamiento, se opondría a la estrategia de relativización de esta enfermedad según el contexto. Puesto que el objetivo de relativización (desde esta perspectiva) es más bien crítico: lo que se quiere es denunciar la creencia en la existencia misma de una enfermedad “mental” y, por lo tanto, la ilusión de que exista, en una época determinada, una base objetiva que justifique una manera de “tratarla” y no otra. La relaciones de fuerza dominan la producción de exclusión de los individuos indeseables en base a pseudo-justificaciones psiquiátricas.

Si la respuesta que sugiero a estas aporías puede ser calificada sin de duda de “francesa”, no es, sin embargo, en el sentido de los Cultural Studies actuales y del corpus de la French Theory que ellas movilizan. En efecto, esta respuesta se desmarca completamente de la tradición iniciada por Foucault, e incluso defiende lo contrario. No hago simplemente alusión a la crítica de sus fuentes (los historiadores que trabajan sobre documentos originales se han vuelto cada vez más sensibles a las distorsiones impuestas por Foucault al material sobre el cual pretende apoyarse [1]). La dificultad apunta más bien al esquema intelectual que orienta su interpretación de la historia de la psiquiatría: la idea de una represión (violenta e irracional) de las formas de desviación y sobre todo de las desviaciones respecto a la “realidad normal”, donde toda norma abre la vía a un nuevo desvío de la norma, haciendo de este desvío, a su vez, el objeto de una escalada normativa, hasta el infinito [2]. Lo que propongo se distingue también de la referencia post-estructuralista a la noción de “sujeto” y particularmente de su interpretación freudo-lacaniana, tan presente en Francia [3]. Desde esta perspectiva, también profundamente anti-histórica, el corte que establece el psicoanálisis en la historia de la psiquiatría sería tan radical que podría incluso prolongar y completar la crítica foucaultiana de los procesos de normalización psicológica [4].

El espíritu de mi trabajo proviene, en definitiva, de la tradición de reflexión sociológica francesa sobre el individuo y sobre el individualismo, y por lo tanto, del legado de Durkheim y –especialmente- de Mauss. ¿Por qué Mauss? Fundamentalmente por dos artículos: “La expresión obligatoria de los sentimientos (rituales orales fúnebres australianos)”, publicado en 1921 y “Efectos físicos ocasionados en el individuo por la idea de muerte sugerida por la colectividad” (Australia, Nueva Zelanda)”, publicada en 1926. Permítanme resumir en algunas frases las tesis más estimulantes de estos dos ensayos:

« La expresión obligatoria de los sentimientos » recuerda que las representaciones colectivas no pueden existir completamente aisladas, sin contrapartida afectiva. Dicho de otro modo, en ciertos contextos rituales es obligatorio expresar ciertos sentimientos, y más aún si se tienen muy buenas razones de no expresarlos o de expresar sentimientos contrarios a los esperados. En el caso del duelo, por ejemplo, aunque no sea tanta la tristeza de los cercanos, ello no impide que siga siendo obligatorio llorar la muerte, así como mostrar todos los signos de aflicción. Contratar lloronas, en lugar de llorar uno mismo, no es, en este sentido, una actitud hipócrita. Es -explica Mauss- un rodeo para satisfacer una imperiosa expectativa colectiva respecto a las emociones “auténticas” que se espera de las personas que están de luto. Es fácil generalizar esta hipótesis. De ello se sigue que todas nuestras maneras de vivir “subjetivamente” nuestros sentimientos pasan por una mediación exterior y social apremiante, que comanda su forma, su contenido y sus circunstancias legítimas. No podemos decretar libremente el contenido de nuestra vida emocional, puesto que hemos sido socializados sobre el plan de los afectos en función de las expectativas de los otros. En ciertos aspectos, los “Efectos físicos ocasionados en el individuo por la idea de muerte sugerida por la colectividad” radicalizan este punto de vista en términos de vida o muerte. Mauss medita sobre estas situaciones sorprendentes donde, sin haber sido explícitamente hechizado o maldecido, un individuo con buena salud que viene de cometer una infracción frente a un tabú, sucumbe en pocos días -incluso en pocas horas- a un sentimiento implacable de culpa y muere presentando lo que un psiquiatra occidental llamaría, sin duda, una crisis aguda de melancolía delirante. Aunque parezca extraño, este tipo de situación habla en favor de una concepción integrativa del hombre en tanto que objeto de la antropología, aquello que Mauss llama “el hombre total”, considerado tanto en su dimensión social y cultural, como afectiva y física. Si generalizamos nuevamente, de ello se sigue que los procesos de socialización del individuo excluyen toda separación artificial entre lo biológico y lo social. No es posible volverse un individuo miembro de una sociedad sin que, por ejemplo, su cuerpo, y por lo tanto, su cerebro, sea totalmente construido en función de las expectativas colectivas, desde la infancia hasta la muerte, así como también las enfermedades físicas y mentales, que se pueden padecer siguiendo las nervaduras de este proceso de socialización integral que es también el proceso a través del cual se llega a ser un individuo miembro de la sociedad [5].

Visto de esta manera, las formas ingenuas o refinadas del pretendido conflicto entre la naturaleza y la cultura pierden su sentido. Las consecuencias son decisivas para una historia antropológica rigurosa, no de las enfermedades mentales en tanto tales, sino del lugar de las enfermedades mentales en el seno de configuraciones culturales y sociales mucho más vastas, donde se decide lo que es, en rigor, una enfermedad, pero también lo que es mental, al interior de qué instituciones, en función de qué reglas y categorías y en medio de qué apuestas de poder o de saber.

Las obsesiones y las compulsiones, desde este punto de vista, no son un caso de figura completamente arbitraria para evaluar la validez de una hipótesis de lectura de este tipo. Se puede esperar, en efecto, luces que no se encontrarán necesariamente examinando la historia de los trastornos esquizofrénicos o de las demencias. Y mantengo la posición de que, a pesar de la profusión de estudios y de documentos reunidos en torno a la cuestión de la melancolía y la depresión, la cuestión de las obsesiones y de las compulsiones permite ir más lejos, incluso en la comprensión de la génesis antropológica del individuo en Occidente. Es una apuesta en cierto sentido contraria al espíritu de la época (al menos, del DSM-5). En efecto, asistimos hoy a una neurobiologización acelerada del TOC, que pone cada vez más el acento sobre las anomalías psicomotrices finas. De hecho, estas dimensiones morales tradicionales (la angustia y la culpabilidad, la ética ligada al perfeccionismo, etc.) han sido más o menos marginalizadas –incluso reducidas a simples sesgos cognitivos. Esto no impide que la enfermedad de las obsesiones se presente siempre ante nosotros bajo la forma inquietante de una adhesión a ciertos ideales, de dominio de sí, de disciplina mental, de interiorización del control de las pulsiones agresivas o sexuales, del sentido agudo de la responsabilidad de sus actos, responsabilidad llevada hasta sus últimas consecuencias o incluso al horror del desorden, adhesión en la cual no se puede reconocer la normalidad ideal del individuo “autónomo”. Es, si se quiere, la caricatura de la normalidad social en las sociedades que descansan sobre la responsabilidad individual o la normalidad que ha devenido, ella misma, loca.

Interesarse desde este punto de vista en los TOC es, por lo tanto, seguir la dirección diametralmente opuesta a aquella que seguía Foucault, para quien la pareja decisiva sigue siendo normalidad-desviación y para quien, por consiguiente, la idea de que un “exceso” de normalidad pueda ser en sí mismo un sufrimiento intenso no tendría mucho sentido. Una consecuencia crucial de esta descripción de la enfermedad de las obsesiones, es que ella se encuentra necesariamente más presente en las sociedades individualistas (occidentales) o, más precisamente, que es en esas sociedades, más que en las otras, donde se encontrarán instituciones (espirituales, psicológicas, médicas, incluso más recientemente neurocientíficas) en las cuales la función específica es el tratamiento de los desbordes amenazadores de la normalidad en la hípernormalidad obsesiva. Dicho simplemente, el reverso de la autonomía es el autoconstreñimiento [autocontrainte] : lo que ocurre en las sociedades cuando la violencia exterior y física, la represión de las pulsiones agresivas y sexuales, la incitación al trabajo, a la concentración mental y a la obediencia, es reemplazada de una u otra manera por un dispositivo interiorizado en los individuos. Tal interioridad no está, evidentemente, dada en la naturaleza, ella está formada socialmente, marcada, por así decirlo, en el psiquismo de los individuos y ella tiene una forma bien identificable, que debe funcionar también como un ideal en la regulación de los comportamientos (por ejemplo, el foro interior, la consciencia moral, el superyo, etc.).

De ello se desprende que debe existir una homología entre las formas psicológicas del autoconstreñimiento vividas por los individuos en las sociedades individualistas al punto que pueden caer “enfermos”, incluso volverse “locos” y las figuras sucesivas, e incluso superpuestas o encajadas las unas en las otras, de aquello en lo que consiste la existencia individual en un momento histórico determinado de la sociedad. Pero las concepciones contemporáneas del autoconstreñimiento, beneficiarias de todo el prestigio de las neurociencias, no son plenamente inteligibles sino desde el punto de vista de este proceso: si ellas tienen una pertinencia objetiva (por ejemplo, en sus aplicaciones terapéuticas) es porque ellas responden a las necesidades funcionales del individuo de hoy y a los desafíos que le presentan las exigencias sociales de la vida autónoma. Estas exigencias no son las mismas que aquellas que pudieron organizar la vida en el siglo XVII o incluso a comienzos del siglo XX, en el momento de la invención freudiana de la neurosis obsesiva.

La aplicación concreta de estos presupuestos metodológicos es entonces transparente. Uno puede, en efecto, preguntarse cómo se produce en nosotros -y no en Australia o en Nueva Zelanda- los procesos de interiorización de la culpabilidad, de la responsabilidad y de la angustia con sus consecuencias eventualmente patológicas y devastadoras. La historia de las obsesiones y de las compulsiones, que es por un lado una historia especial en al interior de la historia de la psiquiatría, se relaciona entonces, por otro lado, con la antropología general del individualismo. Se notará también que llegará a ser más difícil, en efecto, calificar las obsesiones y las compulsiones como fenómenos patológicos. Sin embargo, no es en función de argumentos relativistas tradicionales (de naturaleza escéptica), por lo que habrían, en general, límites imprecisos entre lo propiamente normal y lo propiamente patológico, sino por razones de fondo: porque la ampliación de la interioridad individual, la constitución psíquica requerida por nuestras normas colectivas de individualización y de socialización, implican (en las sociedades individualistas occidentales) un grado de autoconstreñimiento que no comprende un límite superior.

La afinidad es evidente entre este enfoque (que ubica a la historia de la psiquiatría al servicio de una antropología histórica, dicho de otro modo, que la resitúa en su contexto epistemológico correcto) y el vasto proyecto de Norbert Elías (2000) de describir el proceso de “civilización de las costumbres” en Occidente. Sin embargo, Elías tomaba esencialmente por objeto los comportamientos manifiestos, que traducen la exigencia siempre creciente de control de sí-mismo, de dominio de la expresión de las emociones, de disimulación de la interioridad, que es la contrapartida de la socialización creciente de los individuos en Occidente bajo el estandarte del principio de autonomía, al menos desde el Renacimiento, en el cual la figura del hombre cortesano es ejemplar. Las reglas de la cortesía, los modales de mesa, así como su lenta difusión desde las élites hacia la burguesía y de estas últimas hacia un público cada vez más amplio, fueron sus objetos privilegiados. Ceteris paribus, uno podría calificar una investigación de este tipo como descripción de procesos de “civilización del espíritu”: cómo, en otros términos, no son simplemente las actitudes explícitas de los individuos, sino sus intenciones de origen, sus vivencias subjetivas más o menos inescrutables, las que se han transformado progresivamente en objeto de disciplinamiento.

No obstante, es imposible penetrar en la interioridad de estas vidas afectivas y de estas intenciones, que son objetos de prácticas morales, religiosas, pero también de razonamientos filosóficos y estéticos, que ganan con el tiempo una cierta independencia respecto a los comportamientos exteriores. Es necesario dirigirse hacia las extrañas instituciones creadas en Occidente para atemperar, cuidar, tal vez curar los excesos mórbidos o las contradicciones de este vasto programa cultural y colectivo de interiorización-individualización, en los que el resorte no ha sido sino una estrategia concertada de obsesionalización de los individuos. Por supuesto, las exigencias de dominio de sí y de control de los impulsos son co-extensivas a todo proceso de civilización en general (por lo tanto, no sería difícil observarlas en China o en Japón, por ejemplo); pero en las sociedades no-individualistas (u holistas, para retomar la gran oposición de Louis Dumont), no hay necesidad de instituciones específicas para permitir al individuo mismo hacerse cargo de los excesos mórbidos a los cuales lo conduce inexorablemente el proceso de individualización-obsesionalización. Se notará en esto el carácter paradojal de la exigencia de autoconstreñimiento, que es el inverso de los ideales de autonomía de las sociedades individualistas. Porque este autoconstreñimiento obsesivo no impone simplemente contenerse, controlarse, manejar la moralidad y pureza de las intenciones en el origen de los actos, etc. Impone también, con una crueldad redoblada, contenerse… contenerse excesivamente, exige lo “natural” al interior de una actitud civilizada cada vez más artificial, culpabiliza, más aún al obsesivo que caería en la inhibición completa y que se volvería por exceso de “consciencia” incapaz de coordinar sus actos con los otros miembros del colectivo (por ejemplo, su vida sexual con una pareja). De hecho, es siempre una operación terapéutica remediadora también paradoxal lo que caracterizará a las instituciones que se hacen cargo del autoconstreñimiento del individuo: esto les significará constantemente, de una manera u otra, no rehabilitar sino la normalidad, al menos ciertas excepciones a la normalidad y ello al interior de la normalización constitutiva de la condición de los individuos (lo que explica el destino místico de un cierto número de “escrupulosos” del siglo XVII o la pretensión ética de la “singularidad subjetiva” al término de una cura psicoanalítica en Freud).

Para defender este paralelo eliasiano entre proceso de civilización de las costumbres y proceso de civilización del espíritu, notemos que las angustias particulares de transgresión de las costumbres y buenos modales, características de las obsesiones y compulsiones, van a la sombra de las modificaciones culturales de aquello que es considerado como limpio, puro, cortés, razonable, etc. Pero por supuesto, estas angustias características se motivan alimentándose en la vasta red de justificaciones de todo tipo, por cierto, no necesariamente coherentes, que arraigan estas conductas normativas en los presupuestos morales, espirituales, religiosos, higiénicos, etc. Dicho esto, no llamo simplemente la atención sobre la diferencia (o la similitud) que puede haber entre el miedo de no estar plenamente confesado en un católico del siglo XVII y el miedo de haber cometido una falta de conducta mortal en un automovilista de hoy. Invito a resituar estos síntomas (que dan la impresión superficial de compartir un mismo núcleo ansioso, mientras que un barniz cultural diferente los recubre) en regímenes de autonomía distintos, donde la salvación del alma se asocia a todo un conjunto de prácticas y discursos, de experiencia del pecado, del placer y de la duración de la vida. Este conjunto es en sí mismo absolutamente distinto de la responsabilidad vivida por un individuo moderno frente al volante de su vehículo, con todo el imaginario del cual esta clase de hecho es enmarcado en nuestras sociedades. Es simplemente imposible asimilar el miedo de arder en el infierno y la angustia de lanzar a pesar de sí mismo su vehículo contra un árbol, cuando los criterios de valor de la vida personal son tan diferentes.

Estas consideraciones de método hechas groseramente, hacen posible revisitar un cierto número de lugares clásicos, ya bien establecidos por los historiadores de la psiquiatría y que conciernen a las diferentes formas que han adoptado las obsesiones y las compulsiones. Como en este breve ensayo se trata sólo de indicar el espíritu de los problemas y no de darles soluciones detalladas, privilegiemos algunos puntos sensibles de la emergencia a la vez psicopatológica y antropológica de las obsesiones-compulsiones en Occidente.

En primer lugar, ¿han existido siempre? Las aproximaciones impregnadas de darwinismo en psiquiatría se resisten a considerar que debería haber diferencias “reales”, es decir, neurobiológicas, entre nuestros antepasados y nosotros. Algunos miles de años no constituyen un lapso de tiempo suficiente para transformar el núcleo duro cerebral de las obsesiones-compulsiones. Por lo tanto, debe haber en los Griegos –más aún, es preciso que haya- diferencias suficientemente reconocibles, según nuestros criterios actuales, para que uno pueda restablecer a partir de variantes culturales insignificantes las diferencias observables. En la antigüedad, el candidato natural a ocupar el lugar de paciente obsesivo-compulsivo es el supersticioso. Contamos con retratos elocuentes de Teofrasto o Plutarco. Desgraciadamente, si la superstición es en la Antigüedad una falta moral, es muy difícil encontrar un texto que describa una forma de trastorno mental en sentido médico. Corremos entonces el riesgo de proyectar en la interpretación de textos antiguos acerca de la superstición, nuestras propias concepciones de aquello que la superstición tiene de patológica –antes que, por ejemplo, de inmoral, de cómica o irreligiosa. La creencia en la transparencia de las formas de vida pasada, desde la perspectiva del presente, juega un rol decisivo en el (muy) fácil “reconocimiento” de invariantes transhistóricas en fenómenos que no obedecen a la misma economía psicológica y moral que la nuestra. En realidad, es la abstracción del concepto moderno de obsesión y de compulsión lo que permite reconocerlo en cualquier parte, incluso ahí donde ciertamente no existía.

Por contraste, deberíamos volver sobre la verdadera eclosión del fenómeno de las obsesiones y compulsiones en el siglo XVII, cuando bajo la forma de “escrúpulos”, ellas se transformaron en el espacio de algunas décadas en un fenómeno colectivo mayor, golpeando casi exclusivamente a las mujeres y revolucionando la espiritualidad en la Europa de la Contra-Reforma. Una vez más no es suficiente hacer la lista de los paralelos superficiales entre las obsesiones “modernas” y las obsesiones “clásicas” (lo que ya había hecho Pierre Janet antes de Freud, inspirándose incluso en las técnicas de los directores de conciencia, tales como Fenelón, para deducir los principios de un tratamiento psicológico que prefigura nuestras aproximaciones cognitivas contemporáneas). Es necesario entrar en los detalles de las prácticas que vuelven necesaria la construcción de una interioridad espiritual nueva por la vía de las obsesiones. En este sentido, convendría tomar en serio el origen ritual de la palabra “obsesión”: ella designaría el espacio del alma ocupado por el demonio, entre la “tentación”, que es la primera aproximación del pecador al demonio y la “posesión”, donde el demonio penetra (en un grado que es objeto de debates complejos entre los teólogos) en la intimidad del alma. Disponemos en efecto de un documento extraordinario sobre la emergencia en el siglo XVII del proceso de obsesionalización como expresión directa de esta “cultura de la interioridad” característica del nacimiento de la conciencia moral en el individuo: se trata del largo diálogo, entre exorcismo y confesión, de la Madre de los Ángeles, la célebre poseída de Loudun, con su director de conciencia, Jean-Joseph Surin. El contexto general de esta cura de una poseída es decisivo: es el primer índice de una transformación antropológica mayor de la relación al Mal que es la condición sine qua non de la emergencia masiva de las obsesiones-compulsiones: la idea según la cual el Mal no proviene simplemente del exterior (como en las formas tradicionales de brujería), sino del interior del espíritu. La poseída, sostiene Surin (los rituales de exorcismo católicos se alinean poco a poco sobre su práctica) no es la víctima pasiva del diablo: por su debilidad, ella le abre la puerta. Es por lo tanto afinando al extremo su sensibilidad a sus propias intenciones potencialmente malvadas que uno debe tratarla espiritualmente. Fuera de los escrúpulos más violentos, entonces, hay salvación: el cristiano que se debe ser, es el obsesivo. Las obsesiones-compulsiones serían entonces intrínsecamente solidarias de la emergencia del individuo moderno (con su “conciencia”), de la afirmación de una nueva identidad espiritual femenina y de la transición de un régimen antropológico del Mal a otro (de un mal exterior que persigue a un mal interior que culpabiliza [6]).

En este primer contraste (Antigüedad/siglo XVII), podríamos agregar otro (con fines heurísticos, puesto que, por supuesto, una demostración más completa exigiría recorrer los períodos intermedios). Se trata de las razones del declive de la noción freudiana de neurosis obsesiva (Zwangsneurose, término forjado por Freud y adoptado universalmente hasta los años 1960) y de su remplazo por el de trastorno obsesivo-compulsivo (TOC): es decir, entre el comienzo y el fin del siglo XX. Por otro lado, es claro que comprender las razones de este desplazamiento esclarece las razones asociadas del declive del psicoanálisis y su remplazo por las terapias cognitivo-comportamentales (TCC), donde el tratamiento psicológico de las obsesiones-compulsiones es incluso un caso de escuela para observar sus pros y contras.

Pero parta comprender el nacimiento y el éxito de la teoría freudiana de las obsesiones, es necesario aún entender los efectos psicológicos de los ideales del individualismo liberal en su época de oro (1870-1914): cómo el control de sí (la apología del poder de la voluntad, el tema omnipresente del “realismo” y del “pragmatismo”), el mayor control -no sólo públicamente- de las pulsiones en la búsqueda cada vez más feroz de los goces materiales privados, el tema entonces banal de la “infancia inconsciente” del adulto, inhibiendo su desarrollo y su “progreso”, se mezclan a una sensibilidad aguda a las exigencias afectivas y morales de la modernización industrial y la racionalización. Pues las obsesiones son la afección emblemática de la era de la neurastenia. Freud no es el único en percibirlo: Pierre Janet, en el contexto preciso de la crisis francesa del individualismo, también propuso una teoría psicopatológica de las obsesiones, la cual cayó en el olvido antes de resucitar en las manos de ciertos cognitivistas. Armado de esas referencias históricas, deberíamos entonces revisitar los dos momentos fuertes de la concepción freudiana de las obsesiones: la célebre cura del “hombre de las ratas” (el obsesivo-tipo del psicoanálisis) y la construcción de la exitosa idea de “superyó” (en tanto conciencia moral naturalizada). Siguiendo este hilo conductor, nos daríamos cuenta que el verdadero aporte de Freud no es ciertamente el tratamiento de la histeria, sino la promesa de un tratamiento finalmente eficaz para las obsesiones-compulsiones, apoyado sobre una teoría etiológica que sedujo a sus contemporáneos porque a pesar de todos sus defectos epistemológicos, ella se dirige frontalmente a lo que aparecería entonces, según la famosa fórmula, como “malestar en la cultura” – deberíamos incluso decir, con Elias, malestar inherente al proceso de civilización, forzando a los individuos a un mayor autocontrol de ellos mismos, de intelectualización, de encierro solitario bajo la superficie de su piel y sacrificio de su vida pulsional. La contradicción característica del Edipo freudiano (matar al padre precisamente porque uno lo ama al punto de identificarse a él) se dejaría entonces descifrar como un símbolo particularmente elocuente de la crisis que golpea a todo individuo, compelido a conquistar una autonomía interior que no sea solamente formal o moral, sino que exige de él que abandone de su cuerpo sexual adulto a aquel del niño “perverso polimorfo”, para perseguir un goce finalmente limitado.

El contraste es sorprendente con la nueva visión de las obsesiones-compulsiones que emerge a partir de 1965 con los primeros protocolos de terapia comportamental para los TOC y el descubrimiento de los efectos anti-obsesivos de la clomipramina. No sin ironía, este fue también el año del Congreso de Amsterdam, el cual fija en los psicoanalistas los dogmas sobre la neurosis obsesiva. En el comienzo, esta nueva visión fue mucho menos el efecto de las nuevas “ciencias del comportamiento” (Behavioral Sciences) sobre la psicoterapia (vía la Learning Theory), que un llamado muy concreto a los poderes del coraje consciente en la confrontación con la angustia, sin recursos a los obscuros doble-fondos del alma freudiana (en un ambiente ideológico profundamente impregnado de existencialismo y en un contexto político sobre el cual no puedo extenderme, pero que ya no es más el del individualismo “liberal” y burgués, sino “democrático” y de masa).

Evidentemente, el individuo al cual se dirigen entonces esas nuevas formas de tratamiento de las obsesiones-compulsiones no es más el individuo de la edad de oro del psicoanálisis. La autonomía, a riesgo de eslogan simplificador, no es más para él una aspiración que se alcanza a través de una larga lucha interior, la cual hace de la experiencia obsesiva un pasaje casi obligado de toda vida (nadie puede estar en paz con su superyó, es la cicatriz de la superación del complejo de Edipo). La autonomía se ha transformado más bien en la condición normativa de la existencia. Parece entonces que el obstáculo que el individuo encuentra en su existencia particular no es más interior. Es exterior. Si las obsesiones freudianas eran consideradas experiencias de verdad (la revelación de deseos que no queríamos e incluso de deseos que detestamos tener), en la edad de la autonomía-condición, obsesiones y compulsiones son nuevamente aquello que Pierre Janet había descrito: parásitos mentales privados de sentido. Peor aún: el fundamento de las TCC es comenzar por explicar a los pacientes que atribuir un valor moral a sus obsesiones-compulsiones no es una palanca para transformarse y sanar, sino un síntoma de la enfermedad, es decir, una vía cognitiva de la cual ellos deben previamente librarse.

La hipótesis a probar sería entonces la siguiente: lejos de ser un simple progreso científico, el recurso a las neurociencias cognitivas en las TCC contemporáneas de los TOC, privilegia una suerte de reificación cientista de esta autonomía-condición que es la nueva expectativa social dominante: el autocontrol o el autoconstreñimiento tienen una forma “normal”, aquella de los bucles de control de funciones ejecutivas (esos bucles siendo pensados en términos cibernéticos desde Roger K. Pitman). Curar de un TOC es restablecer la integridad de esos bucles de autocontrol. Paralelamente, las experiencias hipermorales de culpabilidad de los obsesivos, dejarían de ser constitutivas de la condición de los individuos “conscientes” de las exigencias de su autonomía; no serían más que variables a reajustar para que la autonomía sea posible en práctica y que los individuos no sean ni inhibidos ni depresivos frente a su impotencia a actuar. Como lo sugiere Paul M. Salkovskis, sería necesario pensarlas como auto-imputaciones excesivas de responsabilidad que podemos criticar racionalmente (en una terapia cognitiva y no ya comportamental) porque ellas hacen obstáculo a la verdadera autonomía.

No es posible dar aquí sino un vago panorama de la ambición que anima tal proyecto histórico-antropológico, del cual el examen de las transformaciones de las obsesiones-compulsiones es el medio principal [7]. Sin entrar en detalle a todos los puntos que he debido dejar de lado (por ejemplo, las dificultades que implica la filosofía de la mente que permanece implícita y que, por principio, no puede ser “naturalista”), podemos, sin embargo, ver en qué medida esta perspectiva se inscribe dentro de una filiación maussiana y dentro de una reflexión sobre la génesis del individuo en Occidente que va desde Louis Dumont (1992) a Marcel Gauchet y Alain Ehrenberg, quienes desarrollan igualmente una reflexión sobre las mutaciones de la condición psicopatológica de nuestros contemporáneos. En todo caso, el carácter post-foucaultiano – o más bien, anti-foucaultiano- del recorrido no debería quedar en duda. La desviación y su represión no se encuentran para nada en juego y se les resta incluso su valor revelador de procesos sociales de larga duración. Bien por el contrario, lo que ocupa el centro de la reflexión es la normalidad dolorosa de la existencia individual autónoma – es la vida ordinaria y no la vida excepcional. No se trata de los peligros que pesadas tendencias de control biopolítico de la existencia hacen correr a la singularidad de los sujetos. Son las constricciones sociales, las representaciones colectivas, pero también las constricciones que pesan sobre la expresión de los sentimientos que modelan nuestra autopercepción y que donan forma a los estragos de los cuales podemos ser víctimas. por el hecho de nuestra existencia social en tanto individuos. Si bien no siempre morimos físicamente por la violación de nuestros tabús, estamos “totalmente” afectados -como ha dicho Mauss- en cuerpo y mente (cerebro incluido) por toda infracción a las reglas de este autoconstreñimiento que es el reverso lógico de nuestra condición social de seres autónomos.

Contemplar las cosas como lo propongo tiene consecuencias importantes. Si las obsesiones-compulsiones no son simples anomalías cerebrales, entonces es vano intentar erradicarlas como la viruela o la tuberculosis, porque los miembros de las sociedades en las que vivimos no pueden pagar el precio psíquico de la forma de socialización imperativamente individualizante que se impone a ellos. Sin embargo, esta forma de socialización cambia. La existencia, anteriormente considerada evidente, de un obstáculo interior esencial a la dinámica de las obsesiones-compulsiones está en vías de desaparecer. Incluso en manuales recientes, la “lucha interior” contra los síntomas ha dejado de ser una condición sine qua non del diagnóstico de TOC (muchos niños no se sienten en lucha contra sus obsesiones y tanto los tratamientos químicos como las TCC son igualmente eficaces en los pacientes adultos con TOC que no tienen esta vivencia subjetiva). Pero con el eclipse de este obstáculo interior sobre el cual reposa el psicoanálisis, los regímenes actuales de autonomía no reconocen sino un obstáculo exterior (por ejemplo, se tratará de un disfuncionamiento cerebral que no es el sujeto y que si bien es “interno”, no es interior). Concluiré señalando aquello que podría haber de subversivo en esta última idea: en lugar de un progreso científico (uno podría refutar la teoría freudiana de las obsesiones-compulsiones), no habría con los TCC de los TOC sino nuevas estrategias de racionalización cientista o neurocientista, más afines a las transformaciones actuales de los regímenes de individuación y de autonomización en nuestras sociedades, las cuales deben su éxito terapéutico a su integración ideológica en la panoplia de expectativas de nuestros contemporáneos en relación a ellos mismos y no al descubrimiento de causas objetivas de una enfermedad real.

Notas

[1] Ver el trabajo de Gladys Swain sobre el Pinel de Foucault (Gauchet & Swain, 1997) y Castel (2009: 230-240).
[2] Para una crítica mordaz de esta manera de reconstruir los conceptos de norma, normalidad y de normatividad ver Legrand (2007).
[3] A menudo se ignora en el extranjero que la tradición de la clínica psiquiátrica francesa clásica, tanto en sus técnicas de entrevista diagnóstica como en su nosografía, se mantienen hoy vivas al interior de la práctica psicoanalítica en los hospitales, en particular la de inspiración lacaniana. La situación no es sin evocar los lazos estrechos entre la psiquiatría clásica alemana y la fenomenología.
[4] Ver, por ejemplo, el trabajo de Jean Allouch (2007).
[5] Me apoyo aquí en el análisis detallado de la manera en que la influencia de Mauss se hace sentir en el pensamiento francés hasta Lévi-Strauss y Lacan, propuesto por Bruno Karsenti (2011).
[6] Hay allí un conjunto de investigaciones a producir comparando las modalidades de la posesión y de la brujería en África y en Occidente. Me he apoyado en el trabajo de Ortigues & Ortigues (1996) que es en cierto sentido la contraparte francesa del estudio de Evans-Pritchard sobre los Azandés.
[7] Entrego una versión más desarrollada, pero aún incompleta, en dos volúmenes caompañados de una colección de referencias bibliográficas y documentos originales accesibles en línea, cubriendo toda suerte de campos, de la teología a la literatura, de la psiquiatría a la neurología, de la historia a las ciencias sociales (Castel 2011 y 2012). Este estudio histórico-antropológico es seguido por un relato del psicoanálisis de uno de mis pacientes (Le Cas Paramord) que se puede leer como un testimonio antropológico en primera persona de las dificultades en las que nos sitúa la transformación de los efectos patógenos del autoconstreñimiento hoy.

Referencias bibliográficas

Allouch J. (2007) La psychanalyse est-elle un exercice spirituel ? Réponse à Michel Foucault, Paris : EPEL.
Castel P.-H. (2009) L’Esprit malade : cerveaux, folies, individus, Paris : Ithaque.
Castel P.-H. (2011) Âmes scrupuleuses, vies d’angoisse, tristes obsédés : Obsessions et contrainte intérieure de l’Antiquité à Freud, Paris : Ithaque.
Castel P.-H. (2012) La Fin des coupables : Obsessions et contrainte intérieure de la psychanalyse aux neurosciences, suivi de Le Cas Paramord, Paris : Ithaque.
Dumont L. (1992) Essays on Individualism: Modern Ideology in Anthropological Perspective, University of Chicago Press.
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Karsenti B. (2011) L’Homme total. Sociologie, anthropologie et philosophie chez Marcel Mauss. Nouvelle édition. Paris : Presses universitaires de France.
Legrand S. (2007) Foucault et les normes, Paris : Presses universitaires de France.
Mauss M. (1921) « L’expression obligatoire des sentiments (rituels oraux funéraires australiens) ». Journal de psychologie, 18, p.425-434.
Mauss M. (1926/1979) Sociology and Psychology : Essays by Marcel Mauss, London : Routledge and Keagan Paul.
Ortigues Marie-Cécile & Ortigues Edmond (1966) Oedipe africain. Paris : Plon.
Swain G. & Gauchet M. (1997) Le Sujet de la Folie. Naissance de la Psychiatrie, précédé de « De Pinel à Freud » par Marcel Gauchet. Paris : Calmann-Lévy.