La vida del inmigrante es difícil. Los chilenos sabemos de aquello. Aún cuando a veces consiguen mejorar su vida, la experiencia requiere una enorme fortaleza, sobretodo en Chile, donde la ley los considera potencialmente peligrosos. Sus hijos pagan un fuerte costo. Un estudio comunal mostró que los trastornos mentales es particularmente alta (29,3%) en la población inmigrante infanto-juvenil. ¿Por qué deberíamos interesarnos por la salud mental de los inmigrantes y de sus hijos? Los autores abordan aquí el tema que no está en la agenda pública a pesar del creciente número de latinoamericanos que buscan aquí una vida mejor.
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Imagine un problema de salud que afecta a uno de cada tres chilenos en algún momento de su vida y a un 20% de la población durante el último año, provocando un deterioro significativo en su vida familiar, su trabajo y su vida cotidiana en general. Imagine además que existe un tratamiento especializado y efectivo para este tipo de problema, pero gran parte de los chilenos que lo sufre (62%) no recibe dicho tratamiento. Ahora imagine que ese problema es la principal causa de pérdida de años de vida saludable en nuestro país, con un efecto no despreciable en la economía. Imagine al Foro Económico Mundial estimando la pérdida económica global asociada a ese problema en torno a los US$16,1 trillones. Finalmente, imagine que ese problema reduce considerablemente la capacidad de la población de enfrentar un conflicto (social) o catástrofe (natural), hipotecando además la posibilidad de un desarrollo humano sustentable.
Ahora deje de imaginar, porque no se trata de una situación imaginaria, sino de un problema de salud real. Ese problema se llama trastornos mentales y puede ir desde la esquizofrenia al consumo perjudicial de alcohol y drogas, desde la depresión hasta la demencia.
Si se tratara de cáncer, una enfermedad al corazón o diabetes, probablemente usted pensaría que es un hecho escandaloso. Pero no… se trata sólo de trastornos mentales. Pero si se tratara de la salud mental de los chilenos probablemente usted pensaría que es una situación preocupante. Y si le dijéramos que el acceso a tratamiento es aún más restringido para los inmigrantes que viven en nuestro país, ¿seguiría pensando de la misma forma?… o tal vez usted respondería: “¿Por qué debiera preocuparme la salud mental de un peruano, un colombiano o un ecuatoriano?”.
En lo que sigue le explicaremos por qué se trata de un problema que sí debería preocuparle.
La población migrante en Chile
Durante los últimos años los movimientos migratorios se han vuelto más acelerados producto del avance de las nuevas tecnologías y la dinámica económica en un mundo globalizado. En este escenario, el número total de inmigrantes que viven en nuestro país se ha triplicado en las últimas dos décadas. Chile es el país de Sudamérica donde más creció el número de inmigrantes en los últimos 20 años. Según el censo realizado el año 2012, son 339.536 los extranjeros que residen en el país (hoy alrededor de 400.000), lo que representa un 2% de la población general. Más allá de estas cifras, lo que resulta interesante es destacar algunos cambios que a nivel sociodemográfico se han producido en la conformación de estos grupos migrantes. Si bien en la primera mitad de siglo XX los inmigrantes que arribaban a Chile eran de origen predominantemente europeo, en la actualidad se observa que más del 70% proviene de países sudamericanos: peruanos (30,52%), argentinos (16,79%), colombianos (8.07%), bolivianos (7.41%) y ecuatorianos (4.82%) principalmente. El caso más emblemático es el de la población colombiana, que pasó de tener 4.095 personas según el Censo del 2002 a 27.411 según la encuesta realizada el 2012.
A esto se suma que quienes han arribado en los últimos años ya no tienen como horizonte las oportunidades de negocio -como los europeos de principios de siglo- sino que buscan mejorar sus condiciones de vida e ingreso económico a través de la incorporación a labores relacionadas con la mano de obra en áreas como la construcción, la industria y los servicios domésticos. Las cifras macroeconómicas del país generan en los migrantes expectativas que no siempre se cumplen, menos aun cuando la ley de extranjería actualmente vigente nace en un contexto de seguridad nacional (1975) que concibe al inmigrante como alguien potencialmente peligroso.
Muchos extranjeros encuentran una serie de limitaciones -jurídicas, sociales, habitacionales, sanitarias- que los dejan en una condición de vulnerabilidad psicosocial que se traduce la mayor parte de la veces en un deterioro de su vida cotidiana y, particularmente, de su salud mental. Y es que migrar no siempre se traduce en una real mejora del bienestar psicosocial en relación al país de origen, y si bien la población inmigrante no siempre se encuentra en una situación relativa de desventaja, muchas veces se ve particularmente afectada por situaciones de desigualdad y exclusión social. De hecho, la percepción de salud de los inmigrantes es generalmente peor que las de la población del país de acogida, y la salud mental de este grupo puede verse negativamente afectada por el mismo proceso migratorio o la carencia de una red de apoyo familiar y social.
La salud mental de migrantes
En algunos países desarrollados la población migrante ha llegado a ser relevante para definir su estructura demográfica y perfil epidemiológico. No es aún el caso para Chile. El perfil epidemiológico y las formas de uso del servicio de salud de la población chilena no parecen coincidir con las características sanitarias de la población inmigrante.
Lamentablemente en Chile no disponemos de un estudio nacional sobre la salud mental de la población inmigrante que permita orientar las políticas de salud. Sin embargo, un estudio realizado en la comuna de Independencia muestra que si bien la prevalencia de trastornos mentales comunes en la población inmigrante adulta (17,8%) es inferior a las cifras encontradas en la población consultante a la atención primaria, la prevalencia de trastornos mentales en la población inmigrante infanto-juvenil es particularmente alta (29,3%). Los jóvenes inmigrantes parecen estar afectados no sólo por la crisis propia al proceso de desarrollo adolescente, sino también por una crisis asociada a su situación social, lo cual los vuelve más vulnerables a manifestar algún tipo de problema de salud mental. Estos datos confirman un problema internacionalmente conocido: (1) la segunda generación de inmigrantes tienden a presentar mayores problemas de salud mental que la de sus padres, y (2) las tasas de prevalencia de trastornos mentales en población migrante tienden a igualarse a la de los países de acogida. Recordemos que Chile presenta cifras alarmantes respecto a la salud mental de niños y adolescentes, ubicándose entre los países con mayores tasas de cuadros ansioso-depresivos, consumo de drogas y suicidios adolescentes del mundo.
Por otro lado, en general la población inmigrante tiende a usar en menor proporción los servicios de salud mental. Nada muy distinto a lo que ocurre en Chile. En nuestro país la atención de salud mental de la población inmigrante presenta una serie de barreras institucionales (desconocimiento del sistema de salud chileno y la desinformación sobre derechos), financieras (bajos ingresos y alto costo del tratamiento asociado a la falta de cobertura de un seguro de salud) y socioculturales (dificultades idiomáticas, estigma asociado al hecho de ser afectado por una enfermedad mental) que dificultan el acceso a tratamiento.
Chile no cuenta con un plan de salud específico para población inmigrante. En este contexto, la salud mental de esta población constituye un desafío para nuestras políticas y programas de salud. Si bien en los últimos años se ha evidenciado un énfasis significativo hacia los denominados “determinantes sociales” de la salud, lo cierto que tanto a nivel nacional como internacional el problema de la salud mental se ha tendido a reducir a cuestiones de carácter socioeconómico, restando importancia a los factores socioculturales. Para algunos, la proporción de migrantes sería minoritaria para afectar las políticas sanitarias a nivel global; para otros, situar el problema a nivel de los determinantes socioeconómicos permitiría tomar distancia o prevenir una posible estigmatización racial. Independiente a cual sea la postura, la cuestión migratoria no se ha instalado aún en las políticas de salud.
En este contexto, se vuelve necesario: (1) desarrollar políticas de salud enfocadas a la población inmigrante; (2) disminuir las barreras de acceso de esta población a los servicios de salud mediante el ofrecimiento de mayor información sobre derechos y del funcionamiento del sistema de salud, particularmente en aquellas comunas con mayor concentración de esta población; (3) implementar programas de salud escolar que promuevan la salud mental en escolares inmigrantes; (4) sensibilizar y capacitar a los profesionales y funcionarios de salud respecto del fenómeno migratorio en general y la salud mental transcultural en particular (por ejemplo, la CLAS del 2001); (5) incluir medidas específicas orientadas a la población migrante en una ley nacional de salud mental aún inexistente (si bien el “Plan Nacional de Salud Mental y Psiquiatría” asumía un enfoque comunitario que llamaba a considerar factores culturales, no ha hecho lo suyo respecto a la población migrante); (6) rescatar experiencias internacionales exitosas.
Pero volvamos al comienzo. Tal vez al leer esta columna usted esté dispuesto a reconocer la importancia de la salud mental, pero al mismo tiempo se preguntará: “¿por qué el Estado de Chile debiera destinar recursos (escasos) hacia la salud de los inmigrantes?” Tal vez no le resulte muy convincente el argumento que defiende a la salud (mental) como un derecho (humano). Pues bien, mencionaremos entonces dos razones bastante sencillas. En primer lugar, es altamente probable que la población inmigrante en Chile sea cada vez más numerosa. Y en segundo lugar, si el criterio económico es el que le importa, la inmigración es necesaria -tal como ocurre en países desarrollados- allí donde una transición demográfica acelerada (como la chilena) se ha traducido en un envejecimiento de la población y en una disminución de la proporción de personas que obtienen remuneraciones y salarios dentro del total de la población, afectando al largo plazo el financiamiento del sistema de seguridad social (salud, pensiones).
El 10 de Octubre se celebró el día mundial de la salud mental. El 12 se conmemoró un día de encuentro entre culturas. Es importante repensar lo que hemos estado haciendo en estas materias. Y sobre todo tener presente que no se trata sólo de una escasez de recursos, sino de una redefinición de prioridades en salud y de una cultura de la innovación en materia de políticas intersectoriales. Así como no hay salud sin salud mental, tampoco hoy puede haber un Chile que crece social y culturalmente sin inmigrantes.